viernes, 4 de febrero de 2011

llegó el camión de ypf


Llegó el camión. Ahí está mi auto, tapado. Esto significa sólo una cosa: al menos una hora hasta que terminen de descargar. Al menos una hora hasta poder irme. ¿A dónde? Por eso, porque no tengo lugar. Me acaban de preguntar si necesito cambiar el auto de lugar. Y yo que les contesto, así, como quien no quiere la cosa, no, dejá, me quedo un rato (¿es que acaso no leés este blog?).

Hoy me falló mi compañero de oficina. El desempleado que duerme la siesta. Debe estar ocupado. No tuve a nadie con quién competir por los diarios. Estaban ocupados, sí, pero por esas personas que están de paso, que no son de acá, viste. Estaba, por ejemplo, la clásica vieja de bermudas amplias, sandalias y especie de remera musculosa, resguardada detrás de unos enormes anteojos negros pasados de moda hace, por lo menos, tres lustros (de la última vez que estuvo en Camboriú, de donde trajo, también, una remera con una inscripción muy grande: CAM-BO-RIÚ). Esta clase de mujer toma, generalmente, un café. Y después lee el diario de principio a fin, sin saltearse una coma y revisando hasta el detalles los agrupados de Clarín y no porque tenga real interés en ellos, sino para estar un ratito acá, o sea, un ratito menos en donde realmente tiene que estar. Al final, siempre junta con desgano un manojo de llaves agrupadas en un llavero enorme y se levanta con dificultad de los sillones. Y se va. Y al rato todos se olvidan de ella.

Menos yo, obvio. Porque para eso estoy acá, vouyerando todo desde mi rincón.

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